Un estudiante de zen se quejaba de
que no podía meditar: sus pensamientos no se lo permitían. Habló de esto con su
maestro diciéndole: "Maestro, los pensamientos y las imágenes mentales no me
dejan meditar; cuando se van unos segundos, luego vuelven con más fuerza. No
puedo meditar. No me dejan en paz". El maestro le dijo que esto dependía de él
mismo y que dejara de cavilar. No obstante, el estudiante seguía lamentándose de
que los pensamientos no le dejaban en paz y que su mente estaba confusa. Cada
vez que intentaba concentrarse, todo un tren de pensamientos y reflexiones, a
menudo inútiles y triviales, irrumpían en su cabeza.
El maestro entonces le dijo: "Bien.
Aferra esa cuchara y tenla en tu mano. Ahora siéntate y medita". El discípulo
obedeció. Al cabo de un rato el maestro le ordenó:"¡Deja la cuchara!". El alumno
así hizo y la cuchara cayó obviamente al suelo. Miró a su maestro con estupor y
éste le preguntó: "Entonces, ahora dime quién agarraba a quién, ¿tú a la
cuchara, o la cuchara a ti?.