Ateniéndonos a hechos evidentes podemos afirmar que la mente
no es algo que pueda ser percibido por los sentidos. No puede verse, ni olerse,
no emite sonidos ni tampoco se puede tocar pero sin embargo todos intuimos su
presencia. La mente es un fenómeno que nos permite desenvolvernos por la vida
con cierta soltura. Gracias a ella comprendemos el texto que estamos leyendo,
se nos ocurren soluciones creativas a nuestros problemas cotidianos, recordamos
la lista de la compra o aprendemos las
lecciones que nos va dando la vida.
La mente tampoco ocupa un lugar concreto en
el espacio, está aquí y allá, en todas partes y en ningún sitio. Extraño, ¿no te
parece? Pero lo que resulta quizás aún más sorprendente es que, a pesar de su
aparente fugacidad, podemos percibirla con nitidez si nos lo proponemos,
podemos sentirla, percatarnos de su presencia. En realidad nos acompaña a todas
partes y en mucho se parece a nuestra sombra, aún que tal vez sea al revés, es
decir, que nosotros mismos seamos la sombra de ella.
En cualquier caso, si nos
lo proponemos, además de percibirla también podemos observarla, percibir sus
contenidos, sus idas y venidas y sus numerosas elucubraciones, todas ellas
ocupaciones que a la mente le fascinan.
Como un buen perro de caza, la mente se
extravía extasiada por la esencia de una presa o apenas el rastro efímero de
algo apetitoso. Puede divagar durante horas, días, semanas, meses, años o
incluso eternamente. Una mente así es como un caballo desbocado, como aquel que
montaba un jinete al que le los curiosos preguntaron: ¿a donde vas?
Respondiendo este: pregúntale a mi caballo. De manera similar las personas
tendemos a cabalgar sobre los caballos desbocados de nuestras mentes, esperando
que nos lleven a alguna parte, sin saber muy bien donde ni para qué pero
anhelando en nuestros corazones algo diferente a lo que tenemos, albergando la
esperanza de una salvación utópica de la cual en realidad sabemos poco e
ignoramos casi todo.
En esas precarias condiciones es normal que acabemos
perdidos, desesperados, decepcionados, tristes y frustrados por no haber
accedido a nuestro particular nirvana. Entonces hacen su aparición la
pesadumbre, el desamparo, la resignación y el desaliento, hasta que el olfato
de la mente descubra una nueva pista y se interne de nuevo en una nueva
búsqueda tan afanada como estéril.
Este círculo parece repetirse como si de un
vicio se tratase. El alcohólico o el drogadicto recurren reiteradamente a su
droga, esta parece reconfortarles momentáneamente pero en realidad los hunde
cada vez más en su desdicha.
Las emociones poco agradables les invaden entonces
como huéspedes indeseados con la intención de quedarse a vivir indefinidamente,
sabedores de que nunca les será requerido alquiler alguno por las molestias que
desenfrenadamente causan.
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