El coraje radica en nuestra capacidad para tomar conciencia
de manera real y realista de lo que nos
ocurre y, a partir de ahí, motivarnos para acogerlo, lo que no es lo
mismo que resignarnos. Acoger implica hacer sitio, permitir que algo se
manifieste tal cual es, sin colorearlo, sin matizarlo, sin decoración ni
fanfarria. Esta acción de acoger es
amigable y hospitalaria, invitamos a lo que haya a que se despliegue en toda su
exuberancia, sin censura, sin juicios ni críticas. De esta manera la energía de
la realidad se funde con la nuestra propia modificándose ambas, dejamos de ser
yo y en gozo y ambos nos transformamos en gozo a secas, dejamos de ser yo y mi
tristeza para ser tristeza, dejamos de ser yo y mi amigo para convertirnos, al
menos durante un instante, en una sola entidad indivisible.
Por eso el coraje es al mismo tiempo rendición, porque
este radica en la comprensión de la
realidad sin tapujos. Sería como darle un beso a alguien, independientemente de
su edad, raza o aspecto. Pero no un beso mecánico y ruidoso sino un beso tierno
y sincero, en realidad importa más la actitud con la que lo hagamos que el beso
en si. De este modo podemos besar con la mirada, con una caricia o con un
gesto. Podemos besar el suelo con nuestros pies mientras caminamos y el mar con
nuestros brazos cuando nos sumergimos en el.
Las personas somos sumamente sensibles a este tipo de comunicación no
verbal, en seguida nos damos cuenta de
cuando se nos trata con ternura, cuando somos comprendidos, cuando el
otro nos abre las puertas de su corazón con toda confianza para que nos
acomodemos. El coraje no implica solamente atreverse a hacer algo sino más bien
atreverse a no hacer nada, permitir que nuestras experiencias se filtren por
todos y cada uno de nuestros poros y nos inunden, permitiendo que seamos
transformados y transformado al mismo tiempo aquello que nos inunda.
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