Se podía leer en un bar de barrio como recordatorio, tal vez
una llamada de atención. Los auto catalogados como los más avispados ni tan
siquiera se percataron, el detalle quedó en el reino de los simples, los
catetos, los que miran y ven sin comentarlo todo, personalmente agradezco el detalle al dueño
del local. La sencillez no es prima de la estupidez, en realidad ambas ni tan
siquiera están emparentadas. Sin embargo ese parentesco se insinúa
insistentemente. Circular por la vida sin teléfono móvil es algo troglodítico,
y llegar a un sitio y no conectarse al wi-fi resulta poco menos que una insinuación
de estupidez en toda regla. La contundencia del panorama no puede ser más
abrumadora: escupimos palabras pero no conectamos, hablamos pero no oímos,
explicamos ya incluso sin esperanza alguna de ser comprendidos, estamos de cuerpo presente mientras nuestras
mentes vuelan y desaparecen en las alturas, tal vez por eso prefiramos estar en
todo momento conectados, ajenos a una esclavitud consentida que aletarga
nuestros sentidos y nos convierte en personas insensibles, capaces de
emocionarse con solo ver un emoticono en su pantalla pero capaz de adoptar un
semblante gélido y apático ante la confesión desesperada en alguien que sufre,
tal vez un buen amigo, quizás si intentase llamar nuestra atención a través de
la pantalla del teléfono …
Hablen entren ustedes pero favor, escuchen, absorban,
sientan y diviértanse. Dejen de contentarse con sucedáneos y opten por la
realidad en vivo, sin protestas, sin ataduras, a palo seco, tal y como se
presenta. El móvil no es una prolongación del sistema nervioso, más bien
resulta ser una atadura, un filtro que parece atenuar todo aquello que, por
alguna enigmática razón, no nos permitimos a nosotros mismos vivenciar en
directo, sentir, experimentar. Hablen entre ustedes por favor, nuevamente,
encarecidamente se lo pido, ¡hablen entre ustedes!